Morella León López ofreció un relato de su historia a Crónica Uno que Cactus24 publica a continuación.
Durante unos minutos estuvo parada frente a la puerta viendo fijamente el manojo de ocho llaves. Perderse un detalle significaría una golpiza. Estaban en la bisagra superior de la entrada del apartamento C-43. Memorizó la dirección de los dientecitos de cada una de ellas y en qué forma estaba el aro, por si debía regresarlas a su lugar. Las tomó.
Con mucho cuidado probó cada una en la cerradura. Abrió. La brisa escasa del pasillo de la torre C le rozó el rostro, el silencio la obligaba a ser más cuidadosa. Era el turno de la reja, nunca había estado tan cerca de ella. Vio las dos cerraduras y el pasador en la parte superior, que le costó halar con sus manos débiles.
Morella León López abrió la reja. El 24 de enero de 2020 la luz del sol tocó su piel otra vez. Por primera vez en los 18 años que tenía cautiva en el Conjunto Residencial Los Mangos, en Maracay (Aragua), saboreaba su libertad. Matías Enrique Salazar Moure la raptó durante 31 años, la alejó de su familia, la convirtió en su esclava sexual y la sometió con violencia física y psicológica.
Cumplió 50 años este sábado 7 de marzo de 2020. Desde los 18 no celebraba un cumpleaños en familia, en ese entonces llegó de noche a su casa donde la esperaban sus hermanas y su madre con una torta casera. Había estado todo el día con su novio Matías en Maracay.
Cerró ambas puertas con cuidado y se devolvió al cuarto. Se vistió. Se puso un pantalón negro, que no se ajustaba a su delgadez, una camisa y unos zapatos deportivos blancos. Regresó a la puerta y repitió el procedimiento con la misma cautela que al principio.
“Yo solo le pedí dos cosas a Dios: que las llaves abrieran y que no salieran los vecinos, porque si solo abría la puerta y no la reja, y alguien me veía, eso iba a ser una paliza segura para mí”, Morella habla con un tono moderado pero con bastante seguridad.
En dos oportunidades Matías la castigó por tomar las llaves. La primera vez, Morella las sacó de un clavito colgado en la pared. La curiosidad la llevó a probarlas, pero no abrieron. Igual no pretendía salir porque era la orden que él le había dado.
Ocurrió en un apartamento del centro de Maracay, donde estuvo cautiva los primeros años. Ahí comenzó a vivir el horror en carne propia cuando Matías la golpeaba en el pecho con sus nudillos y la ahorcaba hasta hacerla perder el conocimiento.
La segunda vez solo limpió el manojo y Matías se dio cuenta, para ese momento estaba recluida en otro apartamento en el sector Los Samanes. La tomó por el cabello. Con una sola mano, que triplica a la contextura de Morella, la agarró por el cuello y le clavó sus dedos en la piel.
«Me ponía boca arriba en el colchón, con una pierna neutralizaba uno de mis brazos y con una mano me agarraba por el cuello hasta casi asfixiarme. Cuando yo intentaba quitarle su mano él simplemente me agarraba la muñeca. Con una almohada me tapaba la cara para que nadie me escuchara y me decía: ‘Tienes que entender que debes hacer lo que yo te digo ¿no ves que las cosas salen bien cuando lo haces?’”.
Por temor a recibir otra paliza Morella no tomó más unas llaves, tampoco tenía la certeza de que abrieran. Esta vez estaban en el apartamento de Los Mangos, las dejó ahí en junio de 2019.
Matías la controlaba, la manejaba desde el miedo. Ella no entendía cómo él se percataba de sus movimientos, pero aprendió a velar sus pasos: por eso antes de escapar el 20 de enero se grabó minuciosamente cada detalle del manojo de llaves.
«A las llaves les podía caer polvo y telarañas y yo las dejaba así. Me daba pánico tocarlas, tampoco imaginé que las que estaban en Los Mangos abrían porque en el apartamento del centro no abrieron”.
El noviazgo
Morella vivía con su mamá y dos hermanas al norte de Valencia (Carabobo). Como cualquier chica disfrutaba ir a la playa en Bahía de Patanemo, al cine y a los centros comerciales Caribbean Plaza y Camoruco, de moda en los años 80.
Después de graduarse de bachiller en el Liceo Las Américas, en el centro de la ciudad, soñaba con estudiar Idiomas Modernos o Turismo, por eso viajó a Maracay, con una amiga, a buscar información en algunos institutos.
Era julio de 1987. Un amigo de la familia les dio la cola desde Valencia hasta el terminal de Maracay. En ese lugar conoció a Enrique, como se presentó Matías, y les ofreció la cola en su carro. En el camino Morella le dio su número telefónico y al día siguiente recibió su llamada.
No había pasado una semana y ya estaba de visita en su casa. En menos de un mes ya eran novios. Él no le dio detalles de su vida personal, como el nombre de sus padres. Solo conocía que era técnico en Electrónica y que vivía en El Limón.
“Eso fue muy rápido, yo tenía 17 años y él 23. Tenía mucha personalidad, era un hombre imponente y que fuera tan seguro me deslumbró. Para mí era fascinante que un hombre de 23 se sintiera interesado en una muchacha de 17 y no en una mujer de su edad. Y él me lo decía: ‘Es que tú eres distinta yo veo que tú eres mejor, conozco a muchas mujeres pero no a una que sea como tú’”.
Al poco de presentarlo formalmente como su novio comenzaron los problemas. A su madre y a sus hermanas les disgustaba que Matías llegara a las 9:00 p. m. a visitarla y se fuera entrada la madrugada o más tarde.
Morella se convirtió en una adolescente rebelde, confrontaba a su madre. Se iba a Maracay sin avisar o pasaba todo el día en su casa esperando la llamada de su novio. Él le pedía que no saliera porque en cualquier momento podía llamarla.
“Mi mamá me dijo que él me estaba poniendo muchas reglas, su carácter impositivo no le gustaba. Algo que le alertaba es que yo me quedaba todo el día en la casa esperando solo que él me llamara, me decía: ‘Morella, ¿tú crees que es normal que estés todo el día en la casa esperando que ese hombre te llame? ¿Dónde están tus estudios? Me dijiste que apenas te graduaras ibas a comenzar a estudiar tu carrera porque no querías perder el tiempo y tienes varios meses encerrada’”.
Matías se enfrentó en varias ocasiones a la hermana mayor de Morella. Las discusiones empeoraron y él decidió no subir más al apartamento. Tocaba el intercomunicador desde la calle y ella bajaba.
«Yo le decía de todo, que era un irrespetuoso y que esas no eran horas de visita, no podía quedarse hasta las 11:00 p. m. en la casa. Él me respondía que no me visitaba a mí. Cuando llamaba a la casa repicaba dos veces el teléfono y si no atendía Morella se molestaba”, contó una de las hermanas mayores de Morella. Una mujer de carácter fuerte, que recuerda muy bien aquellos momentos.
El clima en la familia empeoró tanto que Morella casi no le hablaba a su mamá ni a sus hermanas. Por eso decidió terminar con Matías y planeaba irse un tiempo a casa de una tía, para que todo se calmara.
Pero el 22 de diciembre de 1988 él la llamó y le pidió que no pusiera fin a la relación.
“Me habló de todos los planes que teníamos juntos. Me empezó a hablar bonito y me pidió que recogiera mis cosas para que me fuera a Maracay, que él me buscaba. Matías Enrique Salazar te envuelve, te enamora y después te aleja de tu círculo. Primero me alejó de mis amigas, de mi familia, luego de mis intereses académicos”.
Así hizo. La mañana del 23 de diciembre de 1988 metió poca ropa en una bolsa, tres pares de zapatos y maquillaje. No quería levantar sospechas si usaba una maleta. Le dijo a su hermana que iba a limpiar el cuarto y antes de salir avisó que iba a botar la basura.
El cautiverio
El 23 de diciembre de 1988 Morella llegó a Maracay. Matías le dio las primeras reglas: «No tienes que trabajar, yo voy a aportar todo«. Le prometió pagarle su carrera universitaria y unas consultas odontológicas, que en 31 años no hizo. En consecuencia, ahora le deben extraer varias piezas dentales.
Al principio la adolescente se quedó en un hotel, su novio le exigió que no saliera porque no conocía la ciudad y había mucha inseguridad. Se quedaba interdiario a dormir con ella, le decía que debía estar en casa de su madre, Margarita Moure, a quien Morella no conoció.
“Todos los planes que me prometió eran cuando yo llegara a Maracay, como sacarme la cédula, que hasta el sol de hoy no tengo”.
Morella, muy rebelde, no pensó en llamar a su casa, estaba decidida a quedarse con él. Recuerda que se comunicó con su mamá en marzo de 1989, luego de que Matías le dijera que su madre había visitado su casa en El Limón.
“Estaba molesto. Me sacó de noche a llamar a mi mamá. Me dijo que le dijera que todo estaba bien y así fue. La llamé y le dije que yo no iba a volver. Mi mamá me respondió: ‘Hija solo quería saber que estabas bien’. Yo le respondí que sí y me dijo: ‘Hija, que Dios te bendiga’. Esa fue la última vez que hablé con mi mamá”.
Morella se quiebra al recordar a su madre, quien murió de un infarto el 4 de diciembre de 2011, a los 76 años. De Matías, el hombre que le hizo tanto daño durante tres décadas, puede hablar con un poco más de firmeza, pero de su mamá no. Le duele, tanto que aún no encuentra el valor para visitarla en la iglesia donde reposan sus cenizas.
Hace una pausa para llorar. Entre lágrimas le dice a una de sus hermanas que no recuerda la voz de su mamá. “Yo quiero que me consigan ese video de mi mamá, quiero recordar su voz. Trato de recordar su voz pero no puedo”.
Su madre, una abogada reconocida en el estado Carabobo, siempre la buscó y en enero de 1989 denunció. En la Policía Técnica Judicial (PTJ), hoy el Cicpc, le dijeron que pronto regresaría con un nieto, que se quedara tranquila.
Viajaba con sus amistades hasta Maracay, daba vueltas por la ciudad con la esperanza de verla y visitaba la casa materna de Matías en El Limón. Pero Margarita Moure siempre negó toda información de Morella. Y hoy en día la familia entiende que le transmitía toda la información a Matías, porque luego él le reclamaba a su víctima.
«Mi mamá cayó en depresión, era una mujer fuerte porque le tocó ser el piso de todas nosotras, no era de llorar pero las veces que lo hacía era por Morella. Tenía pesadillas, pero sabía que su hija estaba viva”, contaron sus hermanas, quienes la han acompañado durante todo el proceso.
Matías trasladó a Morella del primer hotel a otro y, posteriormente, a un cuarto con entrada independiente en el centro de la ciudad. Las mudanzas eran siempre de noche. Morella cargaba con su ropa, las almohadas, el televisor y el ventilador. Luego él llevaba el resto.
“Nunca vivió conmigo, en los dos hoteles que estuve no hubo peleas ni golpes. Yo le preguntaba cuándo se iba a mudar y me decía: ‘¿Qué quieres tú? yo vengo todos los días, no necesito mudarme, yo vengo para acá’”.
Otro tipo de controles comenzaron en ese nuevo lugar, donde dormía en un colchón en el piso. Solo había un bombillo. El baño no tenía luz ni ducha, debía bañarse con una regadera manual y el agua caía en el piso. Le ordenó pedirle permiso para ir al baño. Ella obedeció.
“Al día siguiente de esa petición a mí se me olvidó y me paré al baño. Me preguntó: ‘¿Para dónde vas?’ Y yo le respondí que para el baño. Me dijo: ‘¿Y tú me pediste permiso?’ Entonces le dije: ‘¿Enrique, puedo ir para el baño?’ Y me dijo que no. Me tuve que sentar en el colchón, a los minutos no aguantaba las ganas y le volví a preguntar. Ahí sí me dejó”.
Entre 1994 y 1995 Matías la trasladó a otro inmueble, esta vez en el sector Los Samanes, donde Morella cayó en cuenta de que los problemas que creía tener con él no tendrían arreglo. Iniciaba el segundo período presidencial de Rafael Caldera.
Era un bloque de cuatro pisos y ella estaba en el último. Las ventanas eran segmentadas con varios vidrios que no tenía permitido abrir. Entre las rejas había cortinas que le impedían ver al exterior. Otras ventanas estaban semiabiertas únicamente para que le entrara ventilación.
«Ahí estuve hasta agosto de 2002 porque el gobierno iba a cambiar el techo de asbesto, que es tóxico, y él me dijo que recogiera ropa para dos días. En ese momento fue cuando me llevó a Los Mangos, donde permanecí los últimos 18 años”.
El apartamento de Los Mangos estaba muy sucio, todas las ventanas tenían cortinas, excepto la cocina, por eso evitaba pasar por ahí. La poceta y el lavamanos estaban manchados con mugre, sentía que ni siquiera podría orinar. Morella, organizada y aficionada a la limpieza, se encargó de arreglar todo. Mantenía las puertas del baño y del cuarto cerradas.
Por dos años y medio durmió en un colchón en el piso y solo tenía un televisor, una mesita y la nevera. En junio de 2004 Matías le llevó el comedor, el gavetero y la cama, del inmueble de Los Samanes, que le armó cuatro años después.
El apartamento solo tenía iluminación en la cocina y en el cuarto, el resto no tenía ni socates. Las ventanas tenían unas gruesas cortinas y Morella evitaba que alguien la viera, sabía que si eso pasaba Matías la castigaría.
«La planta que estaba en el balcón la regaba yo, pero lanzaba el agua desde lejos para que no me vieran. El timbre sonó varias veces pero yo nunca abrí, nunca tuve contacto con algún vecino. Un 24 de diciembre tocaron el timbre y una mujer gritaba: ‘vecina, vecina’, la gente sospechaba de mí, solo que ahora dicen que no”.
Los últimos meses que Morella estuvo en Los Mangos la violencia sexual fue muy fuerte. Por ello se incrementó su desesperación por huir.
“Yo tenía que hablar lento y muy bajito, no podía hablar normal, él me moldeó hasta cómo tenía que hablar, me decía que hablaba muy rápido y lo aturdía”.
La rutina
Morella León López se despertaba a las 5:45 a. m. Escuchaba el micro radial Nuestro insólito universo, narrado por Porfirio Torres. Todavía lo hace.
Luego iba al baño, tendía la cama y desayunaba, siempre lo mismo: arepa con huevos. Fregaba, se cepillaba y se iba al cuarto. Pasaba el día escuchando la radio o viendo la televisión, por eso no perdió la noción del tiempo y conoció los hechos relevantes del país.
No le agradaba estar despierta en el día porque no tenía nada que hacer, por eso trataba de acostarse tarde para poder dormir durante dos horas, era una forma de bloquearse. “Cuando tienes una rutina no calculas el tiempo, solo sabes lo que haces y ya”.
Recuerda que escuchaba el programa Cinco minutos más, en La Mega, y A tú salud, conducido por María Laura García. En 2019 se topó con un programa, en una emisora regional, acerca de la violencia de género. Desde entonces grabó en su mente el Instituto de la Mujer, en la zona de Calicanto, a donde acudió cuando escapó.
Necesitaba tener encendida la radio y el televisor. Siempre con un tono muy bajo, porque Matías la regañaba y le decía que se escuchaba hasta el pasillo.
Morella era muy cuidadosa de sus movimientos para no hacer ruido. Alzaba los muebles al limpiar y trataba de que nada se le cayera al suelo. Todo le representaba un riesgo.
«Cuando estaba en la cocina y escuchaba al vecino fregando me daba miedo fregar, porque sabía que se iba a escuchar el grifo”.
No usaba toallas sanitarias cuando tenía la menstruación, su captor no le llevaba. Improvisó con franelas viejas y mientras usaba una ponía a secar la otra, este era el proceso durante los cuatro días de su regla.
Tampoco tenía papel higiénico y cuando se le terminaba el champú se lavaba el cabello con jabón. Debía esperar a que Matías decidiera qué llevarle.
La recuperación
En 31 años Morella solo recibió atención médica cuatro veces. Matías la llevaba de noche, excepto en una ocasión: cuando le tuvieron que hacer una resonancia magnética en la cervical, producto de los golpes, en el Hospital Central de Maracay.
Dos veces tuvo infecciones y acudió al ginecólogo, también fue al quiropedista. Los dolores de muela debía soportarlos en casa, los analgésicos no surgían efecto así se tomara tres. Nunca quedó embarazada.
«La primera vez que me sacó recuerdo que vivía en Los Samanes y me puse tan nerviosa que comencé a llorar. Él siempre decía: ‘cálmate, que estás conmigo’. Le pedí que me llevara al odontólogo y no lo hizo”.
Ha recuperado casi dos kilos desde que salió, que pesaba 36. Tiene un cuadro de desnutrición severa. La piel le pica inmediatamente cuando se expone al sol. Le diagnosticaron neurodermatitis y descalcificación.
La familia de Morella agradece a Dios por sus avances, por fortuna no ameritó atención psiquiátrica sino psicológica. Todavía le cuesta dormir, tiene miedo y hasta que Matías no reciba una sentencia firme no tendrá paz.
«Yo lloré mucho, hasta el sol de hoy Matías me hace llorar y duermo mal. La recomendación médica es que coma pero no tengo apetito, no me provoca. Mi familia y yo estamos solos, nadie nos protege”.
Desde que se reencontró con sus hermanas, el 27 de enero de 2020, volvió a comer proteínas. No había probado la torta tres leches y ya lo hizo. Come aguacates, fresas, naranjas y todas las frutas que no ingirió durante 31 años. Su papá le llevó unos mangos recientemente, una de las formas de consentirla es con frutas.
Ha conocido a sus sobrinos y con otros se ha reencontrado a través de la tecnología porque están fuera del país. Le ha costado interactuar con la familia cuando se reúnen, cree que no tiene nada de qué hablar.
Sus hermanas han visto una recuperación favorable en el mes y medio que tiene con ellas. Inicialmente, les pedía permiso para ir al baño o cepillarse y sus manos siempre las llevaba pegadas al cuerpo.
El amor de su familia poco a poco la ha regresado a la vida y ya es capaz de reír y bromear, aunque queda un largo camino por delante. Recuerda, entre risas, que le costó reconocer a dos de sus hermanas porque ya usaban el cabello liso. “¡Yo las dejé con el cabello rizado!”
“Lo que menos he comido son lentejas”, bromeó, porque los granos, la pasta y los huevos fueron su dieta por más de tres décadas.
Morella quiere aprender un oficio, le gusta el corte y la costura y la repostería. Antes quiere retomar su comprensión lectora, porque en todos esos años no leyó.
“Me dieron el libro Bajo la misma estrella y no lo he terminado, me cuesta leer y debo leer un párrafo varias veces. Para estudiar algo primero debo retomar la lectura porque no leo en voz alta ni respeto los signos de puntuación. También quiero trabajar”.
Del gordo al monstruo Matías
Matías Salazar fue detenido el 27 de enero de 2020. La Fiscalía 25 de Maracay lo imputó por los delitos de esclavitud sexual, violencia psicológica, violencia sexual y amenaza previsto en la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.
Tras la denuncia se conoció que había dos víctimas más. Fanny y su hija, María, estaban en cautiverio también en el Conjunto Residencial Los Mangos pero en la torre D, frente a la torre donde tenía a Morella.
Fanny también escapó de su casa por su novio Matías y estuvo desaparecida durante 23 años. En cautiverio quedó embarazada de una niña. Para los vecinos de la torre D esa era su familia, incluso “el gordo Matías” o “Guido”, como lo conocían, se ofrecía a pagar algunos trabajos del condominio.
En Los Mangos los vecinos no salían del asombro, al conocer de las tres víctimas que permanecieron ahí durante tantos años y no sospecharon ese horror. “Ese hombre es un monstruo”, dijo una vecina que tuvo un trato bastante cercano con él, en las áreas de las residencias y le ofreció la cola en ocasiones.
Lo describió como un hombre bastante amable, que llevaba a su pequeña hija al colegio. Siempre vestía con un pantalón negro, una franela y zapatos casuales del mismo color. Su cabello es largo, liso. Aparentaba tener dinero sus vehículos.
En las investigaciones iniciales se supo también de una cuarta víctima: Ana María. Margarita Moure declaró a medios regionales que ella es la esposa legal de Matías y vivía en su residencia de El Limón, desde hace 32 años.
La defensa de Matías ha difundido videos de esta mujer, asegura que se siente feliz en esa casa. No ha denunciado. Una publicación del diario El Siglo asegura que Josefina Franco, madre de Ana María, no la veía desde 1985, hasta que el 31 de enero de 2020 supo de ella.
Su abogado, José Luis Briceño Barreto, dijo que Matías tenía tres familias y que eso no era delito. También aseguró que todo era un plan orquestado por Voluntad Popular para perjudicar a su cliente, quien trabaja para el Gobierno del estado Aragua.
Justicia
“Yo soy Morella León López, la víctima por 31 años de Matías Salazar, estuve cautiva por este señor los últimos 18 años en Los Mangos. Sé que es un proceso largo, pero quiero que se haga justicia”.
Así comenzó su relato Morella. Nos recibió temblorosa y con la respiración agitada.
Matías está detenido en los calabozos de la Policía del estado Aragua, en Maracay. Aunque en la audiencia de presentación la jueza le dictó privativa de libertad en el Centro de Atención al Detenido Alayón, ese traslado nunca se consumó, por razones que la familia de Morella desconoce.
“Mi silencio era por el miedo que todavía siento, por el miedo que me da la seguridad de mi familia, estamos solo nosotros, no contamos con protección de ningún tipo. El silencio no me estaba beneficiando ni a mí ni a mi familia, de hecho, se estaba prestando para que se dudara de la denuncia que yo hice”.
Pidió a las víctimas de violencia que denuncien, porque el miedo solo le dará más campo de acción al victimario. Y recomendó no exagerar los hechos.
“La gente cree que salir de esa situación es fácil si eso fuese así no existirían las víctimas, el miedo es poderoso y nos congela, pensamos que cuando se nos pase el miedo se nos va a pasar y nunca se nos va a pasar. Te das cuenta que el miedo no se va a pasar, la única forma que voy a salir de esto es accionando”.
Cactus24 09-03-20