En esa búsqueda por contar historias, por hacer un periodismo diferente, un buen día me contactó un editor de un portal que se dedica a investigar casos de interés. En Venezuela se cumplía casi un mes de cuarentena y comenzaban a llegar repatriados. Carabobo era uno de los estados que mayor ingreso de personas reportaba. La pandemia por el Coronavirus empezaba a hacer historia en nuestro país y como periodistas debíamos estar allí para informar, aunque sea una tarea cuestionada por muchos. La propuesta quedó abierta: ¿Crees que puedas conseguir el testimonio de alguien que acaba de regresar?
Aunque para ese momento habían llegado más de 600 personas a la Villa Olímpica, un espacio destinado para cumplir cuarentena, no era fácil conseguir quien contara su historia. 15 días después cumplía la primera parte del trabajo: Ya tengo el contacto de una persona que regresó de Colombia. No pasó mucho tiempo para que aprobaran el caso y empezar a andar ese relato.
Hacer periodismo tiene sus riesgos. Sobretodo en un país donde portar un celular es más ilegal que un fusil e informar es un delito. Incluso, reportar sobre casos confirmados de COVID-19 le costó la libertad a algunos colegas. Pero, más allá de toda la censura, debido a la pandemia también existen riesgos de contagio durante el ejercicio de una de las profesiones más nobles del mundo.
En aquellos días donde mi lugar era en un pupitre en la Universidad Arturo Michelena, los profesores profesaban que llevar la verdad era parte del periodismo y, ciertamente es así. Lo que nunca advirtieron era que nos enfrentaríamos a un gigante capaz de poner tras las rejas a muchos profesionales de la comunicación con tal de callarlos.
De vuelta a la realidad, en medio de la escasez de gasolina durante la cuarentena, debía trasladarme desde Valencia a Mariara, a unos 37 kilómetros de distancia, para tomar el testimonio de primera mano de ese migrante: sola, se enrumbé por la Autopista Regional del Centro hasta llegar al barrio La Democracia para realizar la entrevista en la casa de un joven que recién había llegado de Santa Marta, Colombia, y que había perdido a su esposa en el retorno a su ciudad.
Realicé la entrevista con todas las medidas preventivas que requiere el caso. Pero, al tiempo comencé a experimentar lo que parecían ser síntomas de COVID-19: Gripe, fiebre, tos, dolor muscular y de garganta y hasta dolor de cabeza. Todo mi núcleo familiar lo vivió, aunque el menor de mis hijos y yo, en mayor medida.
A pesar de haber pasado un mes después de ese contacto con el viajero, quien habría dado negativo a las pruebas diagnósticas rápidas (PDR), también fui sometida a una PDR para descartar o confirmar un posible contagio por coronavirus.
Debí recorrer cuatro centros centinelas porque no habían pruebas. Me di cuenta que el personal médico no cumple los protocolos o no tienen los implementos necesarios para atender casos sospechosos.
Entré al laboratorio y mientras preparaban todo para tomar la muestra, pregunté, como buena periodista: ¿Han tenido mucho trabajo estos días?
– Sí, respondió el bionalista.
Hice un par de preguntas más hasta llegar al punto: ¿Algún paciente de aquí les ha dado positivo?
¡Gracias a Dios, no!
Salí. Y después de unos largos cinco minutos de espera donde permanecí inmutada, se asomó un médico cubano.
!Listo. Negativo!
Afortunadamente, solo se trató de un proceso viral fuerte. Estos son los riesgos de hacer periodismo en tiempos de pandemia. Por lo pronto, evito salir de casa. Evítalo tu también. No hay que subestimar el virus.
Por Heberlizeth González
CACTUS24 27-06-20